Hace unos días escuché en la radio un programa que hablaba sobre los recuerdos más antiguos de nuestra vida que conservamos en la memoria. Las opiniones fueron de lo más variopintas. Alguno recordaba el olor de su madre cuando le amamantaba, otra la imagen del Rey Melchor que vió salir a escondidas de su dormitorio después de dejarle una preciosa muñeca de rizos dorados y ojos verdes. Decía tener tres años (la escuchante, que no la muñeca). Hubo quien comentó que el olor a desinfectante de hospital lo lleva grabado en la memoria desde que tenía un año, fecha en la que le extirparon las amígdalas. Escuchando a todos esos oyentes llegué a la conclusión de que la mayoría de los recuerdos que tenemos de nuestra más tierna infancia están asociados al sentido del olfato. Entonces me pregunté… ¿y aquellos que sufren anosmia, no conservan recuerdos? Afortunadamente no es así. Cierto que fue lo más comentado, pero los otros sentidos nos permiten guardar en nuestro cerebro, en «pequeñas cajitas», aquellas cosas que por algún motivo fueron importantes para nosotros, aunque a día de hoy no podamos saber por qué.
Os voy a dejar escrito un pequeño cuento que habla sobre eso.
RECUERDOS
Era un caluroso sábado de mayo y me desperté más temprano de lo habitual. Por la ventana abierta llegaba el aroma de las rosas que mi padre había plantado en el pequeño patio trasero de la casa. Empecé a desperezarme pensando en el maravilloso día que me esperaba. En la cocina se escuchaba el tintinear de los platos y tazas que mi madre debía estar colocando en la mesa para el desayuno. Me levanté de puntillas y me fui a asear, para que cuando viniera a despertarme me encontrara ya preparada.
—Beatriz, hija, arriba –me dijo al tiempo que asomaba la cabeza por la puerta del dormitorio. —¡Vaya, qué madrugadora estás hoy, pero si te has vestido y todo ¡Cómo se nota que es un día especial! —me dijo al tiempo que me pellizcaba dulcemente la mejilla. —Anda, ve ya a desayunar, que hoy te he preparado unas tostaditas de esas que tanto te gustan.
Ese día estábamos solas en casa, porque mis hermanos pequeños se habían marchado la tarde anterior con la abuela, a fin de que nosotras tuviéramos tranquilidad para hacer esas compras con las que yo llevaba soñando desde hacía más de un mes.
Al acabar el desayuno salimos andando hacia el metro. Mamá me llevaba cogida de la mano, algo completamente extraño para mí, ya que con tres hermanos que me precedían, las manos no le bastaban para controlarlos y siempre me tocaba andar a su lado vigilante de que ninguno de los pequeños se perdiera. Para una niña de mi edad, ir en metro era una aventura. Siempre que por alguna razón iba al centro de la ciudad me parecía vivir uno de esos hermosos viajes en tren que conocía por los libros, llenos de misterio, con paisajes maravillosos y gente distinguida que se dirigía a ciudades lejanas.
—Mamá, ¿cuántas estaciones hay hasta los almacenes?
—Doce, hija, pero no te preocupes, que no tardaremos mucho. Ya sé que estás deseosa de llegar.
El trayecto fue muy entretenido. El vagón iba repleto de gente y al principio tuve miedo de perderme entre la multitud, pero mi madre me agarró fuertemente la mano. ¡Qué suave era su tacto y cuánto me gustaba esa sensación! En la tercera estación subió un señor con una gaita de la que decía que salían notas mágicas. Era muy dulce la música que sonaba, aunque a mi lado iba una señora muy pintada que de tanto en cuanto nos miraba como para decirnos algo. No debía ser muy agradable lo que pensaba del pobre hombre, porque tenía cara de estar muy enfadada.
Por fin llegamos a nuestro destino. Era la segunda vez que acudía a esos almacenes. El escaparate estaba lleno de ropa colorida y veraniega. Había camisas, pantalones, bañadores, toallas, zapatillas de playa, sombreros… ¡hasta habían colocado para adornarlo cubos, palas y flotadores! Yo no perdía ojo de nada y miraba extasiada los maniquís.
—Mira, mamá, ¡qué vestido tan bonito lleva! Y me gustan mucho el gorro y las zapatillas y los collares y…
Mi madre sonreía al verme tan maravillada. La verdad es que todo aquello era algo nuevo para mí y no podía compararse, en absoluto, con las tiendas de barrio a las que solíamos ir a comprar la ropa para la familia.
Llegamos a la cuarta planta, a la sección de uniformes. ¡Había tantas y tantas cosas…! Yo miraba las falditas plisadas y los polos a juego. Eran como los de las revistas viejas que le daban a mamá en la peluquería a la que iba muy de vez en cuando. Una dependienta sonriente y amable nos atendió de buen grado. Mi madre le pidió el uniforme que debíamos comprar. Recuerdo que yo estaba muy nerviosa y calladita. La señorita me miró y le dijo a mi madre:
—Una talla 8 más o menos. —Eso no me gustó. ¡Ah, no, de talla 8 nada! Yo era la mayor de mis hermanos y sin pensarlo un minuto se lo solté.
—No, no, qué va, yo tengo ya diez años. Mi hermana Lucía es la que tiene ocho y hemos venido a comprar el uniforme mi mamá y yo porque he tenido muy buenas notas y los profesores me han regalado un viaje a un sitio que está muy lejos, a muchas horas en tren. Es que nosotros somos pobres ¿sabe? Y voy a ir a un colegio de niñas ricas a pasar dos semanas, a una colonia de verano… Y mi mamá y yo hemos venido solas a comprar mucha ropa, de esa que sale en las revistas. Y toda para mí.
¡Uf! Me salió de carrerilla y por poco me asfixio de hablar tan deprisa. A la dependienta casi le dio un ataque de risa, imagino que porque no estaba acostumbrada de ver tal despliegue de felicidad en la cara de una niña. Mi madre se ruborizó (al menos me pareció ver de reojo que tenía las mejillas encendidas) e intentó quitar hierro al asunto.
Al ratito la gentil señorita regresó con todo el equipo: una falda y un pantalón corto azul marino, dos camisas de manga corta blancas, dos jerseys de rayas azules y blancas, una chaqueta de lana azul marino y dos pares de zapatillas de tela.
—Mamá, ¿todo eso es para mí? —le pregunté con un hilo de voz. No sabía si llorar o gritar o darle besos a la dependienta y a mi madre a la vez. En ese momento, se pusieron las dos a reír al unísono. Mi madre trató de disculparse, pero las palabras no le salían.
Cuando acabamos las compras, nos fuimos a tomar unas porras con chocolate a un bar cercano. Tantas emociones habían despertado un apetito feroz en mí. ¡Qué ricas estaban!, las mejores que había probado nunca, a pesar de que, cada domingo, era el desayuno con el que mi padre nos despertaba. Pero esas eran especiales. Eran para nosotras, no había que compartirlas con nadie.
Recuerdo con nostalgia las palabras que le dije a mi madre.
—Mamá ¿sabes una cosa?, estoy muy contenta, pero no por toda esa ropa tan bonita que me has comprado, sino porque hoy estamos tú y yo solas. Eres otra mamá. No sé cómo explicártelo, pero me gusta mucho que me cojas la mano, porque normalmente no es así. Ya sé que soy la mayor y que Lucía o Luis o María te necesitan más, pero es que me gusta tanto que me quieras sólo a mí…
Ella me acarició la mejilla con dulzura y me abrazó cálidamente. Aún hoy pienso que ese día fue el más maravilloso que viví en muchos años.
De mi infancia tengo recuerdos de sabores, de los platos que muy de tarde en tarde me preparaba mi madre. Exquisitos, maravillosos. El próximo día dejaré una receta de carne rellena que nunca he conseguido superar.