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MAMÁ ESPERANZA

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Hace mucho tiempo que no publico ningún cuento. Algunos tengo pergeñados, otros escritos, pero aún no es el momento de publicarlos.

Éste ganó un concurso y fue publicado en un libro, junto con otros cuatro cuentos más. Para mí fue un honor. Y, puesto que tantas veces mis seguidores me ha pedido que siga publicando, os lo dejo como pequeño obsequio navideño.

MAMÁ ESPERANZA

 

Eran Casi las ocho y media y aún estaba en camino. El día había amanecido plomizo y así seguía. La lluvia, incesante, apenas le dejaba ver la carretera.

“Maldita sea” –pensó Clara- “De nuevo llegaré tarde. Dios, ¿por qué siempre me pasa esto a mí?”

Circulaba por una vía secundaria, en su afán por evitar el tráfico que ese día -¡cómo no!- estaba imposible.

No pudo evitar que los recuerdos afloraran a su mente. El día era igual a aquel 10 de febrero. Habían pasado muchos años, pero todas las imágenes permanecían intactas en su retina.

Se estaba preparando para ir al gimnasio y el teléfono sonaba repetidamente. “Ahora quién será? Se dijo a si misma. La directora del elitista colegio al que iban sus hijos no sabía cómo darle la noticia. La voz le temblaba. A ella, una mujer tan férrea. Tenía casi sesenta años y siempre se había dedicado a la docencia. Su gran preparación y su don de gentes la habían llevado a dirigir ese centro al que solamente los privilegiados tenían acceso. “Doña Clara, sería conveniente que viniera a recoger su hijo Fernando. Parece que no se encuentra bien.” No supo cómo reaccionar, la actitud de la directora le pareció extraña. Nunca hubiera imaginado que esa mujer pudiera tener sentimientos. Inicialmente le incomodó, porque ese día empezaba sus clases de pádel (sus amigas le habían dicho que era lo último en deporte) y no quería llegar tarde a su cita con el profesor. De modo mecánico le preguntó si tan grave era, si no podía esperar a que la muchacha de servicio fuera a buscar al niño. La directora le dijo que el tiempo apremiaba. Eso la desconcertó, porque no era mujer dada al melodrama. Con voz cansina le dijo que iría inmediatamente al centro.

Recordaba el miedo en la cara de la profesora del niño, los rostros apesadumbrados de las otras compañeras que no sabían qué decirle. Y sobre todo, recordaba la carita de su hijo, su querubín, su más grande amor. Estaba inerte, parecía un muñequito de trapo dormido. Él, tan revoltoso siempre, tan inquieto. No hizo falta preguntar qué estaba pasando. En cuestión de minutos le pusieron al día de lo acontecido en las dos horas que el niño llevaba en el centro. Había empezado a vomitar y la fiebre le subió hasta extremos peligrosos. El médico le había visto y con cara muy seria le había comentado a la directora la gravedad del caso. Podía ser una meningitis fulminante. Había que llevarlo al hospital con la mayor urgencia. De hecho, ya habían llamado a la ambulancia. De la sorpresa inicial pasó al dolor y a la desesperación. ¿Por qué no la habían llamado antes? ¿Por qué estaba su niñito así? ¿Por qué no habían hecho algo para ayudarle?.

Las horas siguientes pasaron sin apenas notarlas, pero tenía en su retina todas las imágenes que se sucedieron. La ambulancia llegó, llevó al niño a urgencias, al hospital privado que quedaba más cerca del colegio. Allí certificaron su enfermedad: era una meningitis y no había tiempo que perder. Avisaron al hospital público de la ciudad y llevaron a su osito, a su muñeco, a su niñito casi sin vida. Le ingresaron en la UVI. Los seis días que pasó, monitorizado por completo, fueron la más grande agonía que en su vida pudo sentir. Ningún medicamento era eficaz. Hasta probaron uno nuevo que venía de Estados Unidos, pero no resultó. Su hijito murió en sus brazos. En esos momentos sintió la soledad y el frío. Ese frío que ni aún en los meses más calurosos de verano había conseguido olvidar. Ni su marido, ni su familia, ni sus amigos podían consolarla. Tampoco sabían cómo hacerlo, porque no soltó una sola lágrima. Fría y como si eso no fuera con ella, organizó todo para el sepelio del pequeño. Habló con la funeraria, ordenó coronas, avisó al personal de servicio y dispuso todo para que en su casa no faltara nada, porque sabía que iría mucha gente a visitarla y debía estar a al altura de las circunstancias.

Al entierro acudió una gran multitud. Todos comentaban su entereza, su saber estar. Era la perfecta imagen de la dignidad y la serenidad. Nadie, ni su propio esposo, podían sospechar sus verdaderos sentimientos. En esos momentos odió a Dios. Nunca había sido particularmente creyente. Sus padres la educaron en la fe católica, pero lo que había aprendido en su niñez, con los años se había ido desvaneciendo. Dios era un simple concepto. Pero entonces fue algo más. Algo a lo que aferrarse para odiarlo con todo su corazón. Ni bueno, ni magnánimo, ni todopoderoso. El único pecado de su hijo había sido el pecado original, con el que todos nacemos.

……………………

Llegó al centro donde acudía desde hacía once años con retraso. Allí le esperaba Natividad, con sus bracitos abiertos. “Mami Esperanza” –le gritó- ya pensaba que no ibas a venir. Y la tata Dolores me ha dicho que hoy teníamos que ir al médico y que a la salida, si me portaba bien, me ibas a comprar las chuches que me prometiste”. “No, mi cielo, es que como llueve mucho he llegado un poquito tarde, pero nos vamos ahora mismo.” Con infinita dulzura la abrazó para darle un beso. “Ves, mi niña, mami Esperanza nunca te va a fallar. Eso quiere decir que todos los días me verás, aunque esté malita”. La niña le hizo un arrumaco con su sucia mano en la cara, demostrándole el cariño que le tenía.

Subieron al coche y con algo de prisa de dirigieron al dermatólogo. La lluvia había cesado y lucía un tibio sol que apenas calentaba la mañana. Llegaron tarde a la consulta y tuvieron que esperar. Natividad se entretenía garabateando unas hojas que Clara siempre llevaba en su bolso, a sabiendas de lo mucho que la pequeña gozaba con ello.

La miraba fijamente y recordaba a otra niña, una niña alegre, muy feliz, que disfrutaba como ella pintando. Su familia no tenía dinero, pero siempre que podía, su madre se hacía con una caja de pinturas usadas que alguien le daba para tirar. Era lo bueno que tenía ir a limpiar casas ajenas, que siempre había algo que se desechaba y ella sabía cómo sacarle partido. Se tiraban demasiadas cosas todavía en buen estado. Clara había crecido en la pobreza, pero en su casa siempre fue feliz. Recordaba a su madre cantando, con una alegría desbordada, a pesar de estar trabajando sin parar.

Frecuentemente le decía: -“Mira Clarita, cualquier cosa que te propongas la vas a conseguir. Sólo tienes que desearla muy intensamente. A los ojos de Dios todos somos iguales y por eso, nadie podrá impedir que llegues tan lejos como quieras”- Y ella era muy soñadora. Se imaginaba mayor, en una casa llena de lujos, como aquella a la que su mamá le llevó una tarde porque estaba enferma y no tenía con quien dejarla. Allí todo era hermoso y hasta las copitas de fino cristal que su madre con sumo cuidado limpiaba, le parecían más bellas que las estrellas brillantes en las noches claras de verano. Esa tarde tuvo la certeza de que, algún día, ella viviría en una casa igual, donde nunca faltara de nada, ni siquiera un jardín lleno de pájaros libres que la acompañarían noche y día.

………………………

El Doctor Bermúdez salió a la puerta de su consulta para indicarles que entraran. Amablemente les señaló dos cómodas sillas dónde podían sentarse. Natividad estaba asustada. Era la primera vez que le veía y le pareció un señor muy serio, como el Padre Damián, pero con un enorme bigote que, a sus infantiles ojos, le daba un aspecto siniestro. Con temor, apretó la mano de Mamá Esperanza. El médico, nunca ajeno al miedo de la niña, le ofreció un caramelo, que rápidamente cogió y escondió entre su vestido. Clara acarició suavemente la cara de la pequeña y le explicó que el doctor era un señor muy bueno y simpático, que solamente quería ver las pequeñas quemaduras de sus brazos. Ella, convencida por la dulzura de su voz, accedió a mostrarle su heridas y, una vez pasado el primer momento, comenzó a parlotear incesantemente, explicándole muy seria al doctor cómo, ayudando en la cocina a la Tata Josefina, le había caído encima el cazo con agua para hervir los huevos de la ensalada. ¡Menuda era la cocinera cuando alguien hacía alguna trastada en sus dominios…!. Le había regañado y ella se fue llorando a contarle todo a su Mami Esperanza, que en esos momentos estaba jugando con una de las niñas nuevas que había llegado al centro.

Al acabar la consulta, salieron hacia el pasillo del hospital, no sin antes escuchar las últimas palabras del doctor, que le aconsejaba no olvidarse de aplicarle la pomada que le había recetado, tres veces al día. Natividad le hizo un mohín, que quería ser algo así como un beso de despedida, y él le devolvió el gesto con un simpático guiño.

Ahora ya sin prisa, se dirigieron hacia el coche, con la intención de ir al nuevo centro comercial que habían abierto en la ciudad. Desde el parking podían oler el delicioso aroma de los dulces, ya que la tienda de chuches era la primera de todas. Realmente era muy bonita y original. Desde luego, quien la había diseñado, sabía perfectamente cómo llegar al corazón de los niños. La puerta, cubierta de una capa de pintura marrón que parecía chocolate, estaba flanqueada por dos enormes bastones de caramelo (o al menos eso pensaba toda la chiquillería que por allí se acercaba). ¡Como no entrar!. ¡Era toda una tentación!. Una vez dentro, se dispusieron a llenar las pequeñas bolsas transparentes con todo el surtido de golosinas que veían a su alrededor. Clara le había indicado que no pusiera más de diez para cada niña, que luego la Madre Superiora les regañaría por glotonas. Y no pudo evitar que, nuevamente, los recuerdos afloraran en su mente. Veía con nostalgia aquella bombonera llena de caramelos que los Reyes le habían dejado al pie de la cama hacía tantos años ya. Su ilusión era idéntica a la de Natividad, con la salvedad de que entonces ella tenía 8 años y ese día su niña cumplía 18.

La llegada al colegio fue toda una fiesta. Las otras alumnas habían preparado una gran sorpresa para su amiga. Unas, le habían pintado unos dibujos que querían ser preciosos pájaros multicolores, como esos que ella les describía en las mañanas de primavera en sus historias inventadas o vividas. Otras, le habían hecho con arcilla pequeños recipientes para que pudiera cocinar sin que se quemara. Porque ella, de mayor, quería ser cocinera, como Tata Josefina, pero no con su mal genio, porque entonces nadie la querría. Le habían dicho que cuando era pequeñita, sus papás le habían dejado en ese centro, porque no podían ocuparse de ella. Y Natividad pensaba que a lo mejor era porque había sido mala con ellos, pero que algún día volverían a recogerla. Después de una maravillosa comida (su favorita, como no podía ser de otro modo), repartió toda ufana las bolsas de golosinas a sus amigas y todas aplaudieron y le cantaron una canción de cumpleaños que habían aprendido en secreto para la ocasión.

…………………………

Su pequeño Fernando, de vivir, tendría la misma edad de la niña. Ya hacía 14 años que se había ido y, aunque en su recuerdo era su infantil carita la que perduraba, trataba de imaginar cómo sería de haberlos cumplido. Un hombre alto y guapo como su padre, con ese estilo tan propio de la familia paterna. No pudo reprimir las lágrimas que, furtivamente, se le escaparon por las mejillas. ¡Cuántos años habían pasado!. ¡Cuán diferente era su vida ahora!. Dios, en su infantita misericordia, la había llamado, la había buscado, la había elegido de entre muchas otras de sus criaturas, para hacerle llegar el mensaje de lo que debía ser su vida. Su vida ….

A los tres meses de perder a su hijo, Clara despareció de su casa. Fue una mañana, en la que, repentinamente y como una autómata, metió en una bolsa un par de pantalones, algunas camisetas, ropa interior y dos pares de zapatillas y salió huyendo. No podía soportar más el dolor y necesitaba escapar, imaginar que nada había sucedido, imaginar que ella era otra persona –tal vez la que fue a los veinte años-. No pensó entonces en su hijo mayor, que tenía tan sólo nueve. Ni siquiera pudo imaginar que él también la necesitaba, tanto que había perdido la palabra, porque no podía soportar toda la tristeza que estaba viviendo. Era su manera de hacerse ver, de gritar en silencio que él también estaba con ellos, con papá y con mamá, que vivían ajenos al mundo, tratando de aparentar una serenidad que ni de lejos sentían.

Anduvo durante meses vagabundeando, sin ir a ningún lugar concreto, hasta que un día –eso es lo único que no podía recordar, por mucho que lo intentó- despertó ebria en medio de un grupo de hombres a los que de nada conocía. Estaba demacrada, casi en los huesos. Su único alimento era algún mendrugo que encontraba en la basura o la fruta que, lastimosamente, le daban en las tiendas del barrio marginal al que había llegado. Vivía para olvidar y el alcohol era su remedio. De haberla imaginado allí, nadie la habría reconocido. La hermosa mujer que tanto cuidaba su imagen, había dado paso a un ser casi transparente, como un espectro.

Había perdido la noción del tiempo y ya nada le importaba lo que ocurriera a su alrededor. Su marido la había buscado inútilmente, porque ella vivía en un submundo al que no llegaba ni la prensa. ¿Quién iba a pensar que aquella prostituta alcohólica y toxicómana podía ser la misma persona que meses atrás se movía en un ambiente tan elitista?. Sus compañeros de viaje eran pobres personas con un bagaje parecido al suyo. Tristes almas abandonadas a su soledad y a su amargura. En sus pocos momentos de lucidez ansiaba la muerte. Deseaba con todas sus fuerzas que un mal viaje la llevara de este mundo. Pero su instinto de supervivencia jugaba en contra de sus anhelos.

Una mañana, más necesitada que otras de su “dama blanca”, se acercó hasta la farmacia que había a tres calles de donde habitualmente pasaba sus horas de infierno. Entró con decisión a conseguir lo que fuera con tal de mitigar el frío que la estaba matando. Parecía que nadie quisiera escucharla. Temblorosa se acercó hasta el mostrador y presa de un ataque de histeria, sacó del bolsillo de su raído pantalón una navaja, que acercó, sin dudarlo un momento, al cuello de la joven auxiliar que, a punto de desmayarse, no consiguió articular un solo grito. La muchacha no podía reaccionar, ni siquiera era capaz de escuchar las palabras que balbuceaba Clara. Los recuerdos del momento eran difusos, pero tenía grabada la imagen de un hombre que intentó separarlas. Y de algo rojo que surgía como un río del cuello de la joven. Todo sucedió muy rápido, la intervención de la policía, la declaración en el calabozo donde estuvo detenida y hasta el cara a cara con el juez. En su mente las imágenes se mezclaban entre sí. Fue condenada a cuatro años de cárcel por robo con intimidación.

Para la mayoría de las personas la vida en presidio habría sido un tormento, Pero Clara, incapaz ya de sentir, se limitó a vegetar y a esperar cansina el día de su final. Vivía en un continuo abatimiento, muda, ajena a todo lo que se movía a su alrededor. No se relacionaba con nadie y por lo tanto, a los ojos de sus compañeras, era apenas una sombra. Eso la libró de las vejaciones continuas que eran la moneda de cambio en la cárcel. No acudía a los talleres de formación que le ofrecían. “¿Para qué? –pensaba- si yo lo que quiero es morir, que esta vida de infierno acabe de una vez por todas.”.

Una mañana, la funcionaria de turno le dijo que tenía una visita. Extrañada exclamó “¿quién, yo?”. “Si, tú eres Clara Buendía ¿no? Pues es a ti a quien viene a ver una abogada”. Mecánicamente se dejó conducir hasta la sala de visitas, donde le esperaba una señora de mediana edad y aspecto austero. No podía entender qué hacía esa mujer allí, quién le había hablado de su existencia. La letrado le tendió fríamente su mano, pero ella se limitó a fruncir sus labios en un gesto que trataba de ser algo parecido a una sonrisa. En pocos minutos le puso al corriente de su visita. Su –todavía- marido, se había enterado hacía unos meses de que estaba en la cárcel. Alguien le había puesto más o menos al tanto de lo que había sido el último año en la vida de Clara. Y, por dignidad hacia ella y respeto a su hijo, le solicitaba el divorcio y la custodia del niño, que esperaba aceptara de mutuo acuerdo. Tardó unos minutos en reaccionar, en asimilar las palabras de esa señora, de la que hacía tan sólo media hora ignoraba su existencia. Llevaba tanto tiempo sumida en su dolor, que no podía recordar nada de su otra vida, del hijo que había quedado al cuidado de su marido. Sintió una fuerte punzada en el pecho y de sus ojos, yermos de tanto dolor, brotaron las lágrimas. Instintivamente tuvo el presentimiento de que aquella noticia si era el final de su lastimosa vida y con un hilo de voz le dijo a la abogada: “-pero eso no puede ser, es mi hijo-”. “-¿Su hijo?. Y durante todos estos meses ¿ha pensado alguna vez en él?. Señora, no he venido a buscar su aprobación, sino a informarle de unos hechos. Como comprenderá, no está en condiciones de elegir. ¿Qué juez le daría la custodia de un menor a una drogadicta encarcelada?. Sea coherente y, por el bien de ese hijo, acepte las condiciones que le voy a proponer…

…………………………….

Natividad se sentía pletórica, nunca había tenido un cumpleaños así. Tantos presentes, todas las canciones y juegos pensados para ella. Y, lo mejor, había venido a verla la Madre Consuelo y le había llevado el regalo más bonito que jamás pudiera esperar. Bueno, el regalo más bonito se lo había hecho Dios, el día que Mami Esperanza llegó al colegio.

Clara saludó a la monja con un afectuoso beso. Tanto le debía, que por mucho que hiciera por ella, siempre estaría en deuda. Quedaba muy lejano el día que la conoció en la enfermería de la cárcel, donde despertó semiinconsciente después de intentar suicidarse. La Madre Consuelo sabía toda su historia (o al menos esa parte que otros no conocían y ella no quería olvidar). Fue ella la que le escuchó y aconsejó en tan difíciles momentos. Verdaderamente hacía honor a su nombre. Era una mujer de gran valor y fuerte carácter, con una dulzura sin límites, dispuesta siempre a ayudar a quien Dios le pusiera en su camino. Fue ella quien continuamente le recordaba las palabras de su madre, animándola a no rendirse ante nada, a conseguir lo que se propusiera, por imposible que pudiera parecer. Y la meta de Clara fue recuperar el amor de su hijo, por encima de la justicia humana porque, sabía que la de Dios estaba de su parte. La Madre Consuelo la ayudó para entrar en un proyecto de desintoxicación, le habló de las distintas fases por las que pasaría, del desánimo y el miedo que iba a sentir más de una vez, cuando viera que el camino a recorrer sería largo y muy duro. Y siempre la tuvo a su lado. A ella y a todos los hombres y mujeres que estaban en el mismo Proyecto. De eso hacía ya más de diez años, pero recordaba con infinito agradecimiento el día que llegó al Centro para discapacitados psíquicos Mater Misericordia, donde empezó a recobrar el amor por sí misma y por los demás.

Un suceso inesperado

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Hace algún tiempo que no publico ningún cuento. Dicen que las musas existen, pero para que te ayuden, conviene que te encuentren trabajando.  A veces es difícil que se den ambas circunstancias, pero hete aquí que el día menos esperado, los astros se confabulan y sucede el milagro. O no.

Dicen que los calores del verano alteran los ánimos y el número de sucesos luctuosos se incrementa. O no.

Dicen que casi nunca la realidad coincide con lo que vemos. Que la mayoría de nosotros tiene una parte oculta que no siempre se descubre. O no.

Dicen también que esa realidad, por esperpéntica que sea, supera la ficción. O no.

Tal vez sea julio, o los astros, o las difíciles realidades que a menudo observo. Pero de la mezcla de todo eso, salió el cuento que os dejo.


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El vecino silencioso

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Hace cosa de un año, sucedió un hecho inesperado en el seno de mi familia. Un amigo de la infancia, recordando aquellos felices tiempos, se decidió a localizar a algunos de los niños con los que compartió juegos y aventuras. La mayoría seguía viviendo en la misma ciudad, pero a otros, el destino caprichoso los llevó lejos de allí. Con gran paciencia consiguió juntarnos a todos un lluvioso fin de semana y juntos rememoramos muchos  momentos alegres y otros tristes, porque alguno de esos niños nos dejó prematuramente.

Este cuento está escrito para nuestro querido Tomy, por todo lo que nos regaló ese día imposible de cuantificar. Por tantos y tantos recuerdos que evocamos. Esta es nuestra historia, la que vivimos juntos y aunque el silencioso vecino, protagonista del relato, tuviera otro nombre, todos conservamos su imagen en viejas fotografías y en un rinconcito  del corazón.

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Dos tiernos gorriones

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He podido observar que muchas personas  son muy dadas a decirse «te quiero» o «t.q.m.», como suelen poner en los sms o correos que a menudo se envían. Da igual que al destinatario le hayan conocido la tarde anterior o sea un amigo de toda la vida. Me asombra la facilidad con que exteriorizan un sentimiento tan importante y -la mayoría de las veces- tan poco duradero en el tiempo. No  estoy muy segura de que realmente entiendan la magnitud de esas tres sencillas  palabras.

El «carpe diem» es su consigna y las vicisitudes o el sufrimiento no  entran en su concepto de  existencia. Hay que disfrutar el instante sin pensar en el futuro, por muy próximo que esté. Parece que la vida se les fuera a acabar unas horas después. Lo más curioso es que viendo las estadísticas, cada año aumenta el porcentaje de separaciones o divorcios.

Se han escrito muchísimas palabras sobre lo que es el amor. Borges decía que «Uno está enamorado cuando se da cuenta de que otra persona es única». A un autor anónimo se le atribuye la frase » Amor es encontrar en la felicidad de otro tu propia felicidad».

¿Cuál sería su definición?  Creo que cada uno debe encontrar la suya, mas, por encima de todo, el amor debería ir   ligado a la entrega y a la lealtad.

Los protagonistas del cuento de hoy no son los amantes de las películas americanas, pero el suyo es un amor limpio y sin prejuicios.

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La pluma

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Me encanta Ismael Serrano, aunque mi hijo no lo crea. Las letras de sus canciones me parecen fantásticas y a menudo me siento identificada con muchas de las cosas que dice.  «Sucede que a veces» es una de ellas. Ciertamente en algunas ocasiones la vida mata y te encuentras solo, sin rumbo, sobre todo si esa puñalada trapera del destino te llega en la adolescencia y te trunca los sueños. Sin embargo, tanto  lo malo como lo bueno tiene fecha de caducidad y aunque el humo a veces  ciega los ojos, siempre ocurre algo que transforma, para bien, nuestro futuro.

De la misma canción, me gustan especialmente estos versos: «Pero sucede también que sin saber cómo ni cuándo, algo te eriza la piel y te rescata del naufragio».

El cuento que os dejo hoy trata sobre eso: de cómo a veces el hecho más insignificante puede cambiar nuestra vida. Sólo hay que ser capaces de verlo.


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Renacer

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Estamos próximos a la fiesta de los difuntos. Tradicionalmente hemos conmemorado ese día visitando a nuestros familiares o amigos  fallecidos. Pero la influencia de otras culturas ha convertido esa fecha en una celebración diferente. «Halloween» se impone y los más jóvenes aprovechan el día 31 para disfrazarse de brujas, demonios o calabazas.

Para los creyentes la muerte no significa el final, sino el renacer a la vida verdadera. Y reflexionando sobre eso, he pensado que no siempre es necesario morir, en el sentido estricto de la palabra, para emerger de uno mismo. Hay quien dice que nacemos con un destino predeterminado. Es cierto que no podemos elegir ni el lugar ni la familia, ni siquiera las vivencias de nuestra niñez que determinarán como seremos de adultos. Pero llegado un punto de nuestra vida, si que podemos decidir si queremos continuar con el lastre impuesto o, por el contario, renacer para vivir una nueva existencia.

El cuento de hoy trata sobre eso, de cómo la luz que todos llevamos dentro, puede llegar a surgir de las tinieblas de nuestra vida. Lucía es su título y como dicen que una imagen vale tanto o más que mil palabras, os dejo una fotografía realizada por mi buen amigo Toni Cabré, cuyo blog podéis encontrar en esta página.


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Recuerdos

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Hace unos días escuché en la radio un programa que hablaba sobre los recuerdos más antiguos de nuestra vida que conservamos en la memoria. Las opiniones fueron de lo más variopintas. Alguno recordaba el olor de su madre cuando le amamantaba, otra la imagen del Rey Melchor que vió salir a escondidas de su dormitorio después de dejarle una preciosa muñeca de rizos dorados y ojos verdes. Decía tener tres años (la escuchante, que no la muñeca). Hubo quien comentó que el olor a desinfectante de hospital lo lleva grabado en la memoria desde que tenía un año, fecha en la que le extirparon las amígdalas. Escuchando a todos esos oyentes llegué a la conclusión de que la mayoría de los recuerdos que tenemos de nuestra más tierna infancia están asociados al sentido del olfato. Entonces me pregunté… ¿y aquellos que sufren anosmia, no conservan recuerdos? Afortunadamente no es así. Cierto que fue lo más comentado, pero los otros sentidos nos permiten guardar en nuestro cerebro, en «pequeñas cajitas», aquellas cosas que por algún motivo fueron importantes para nosotros, aunque a día de hoy no podamos saber por qué.

Os voy a dejar escrito un pequeño cuento que habla sobre eso.

RECUERDOS

 

Era un caluroso sábado de mayo y me desperté más temprano de lo habitual. Por la ventana abierta llegaba  el aroma de las rosas que mi padre había plantado en el pequeño patio trasero de la casa. Empecé a desperezarme pensando en el maravilloso día que me esperaba. En la cocina se escuchaba el tintinear de los platos y tazas que mi madre debía estar colocando en la mesa para el desayuno. Me levanté de puntillas y me fui a asear, para que cuando viniera a despertarme me encontrara ya preparada.

—Beatriz, hija, arriba –me dijo al tiempo que asomaba la cabeza por la puerta del  dormitorio. —¡Vaya, qué madrugadora estás hoy, pero si te has vestido y todo ¡Cómo se nota que  es un día especial! —me dijo al tiempo que me pellizcaba dulcemente la mejilla. —Anda, ve ya a desayunar, que hoy te he preparado unas tostaditas de esas que tanto te gustan.

Ese día estábamos solas en casa, porque mis hermanos pequeños se habían marchado la tarde anterior con  la abuela, a fin de que nosotras tuviéramos tranquilidad para hacer esas compras con las que yo llevaba soñando desde hacía  más de un mes.

Al acabar el desayuno salimos andando hacia el metro. Mamá me llevaba cogida de la mano, algo completamente extraño para mí, ya que con tres hermanos que me precedían, las manos no le bastaban para controlarlos y siempre me tocaba andar a su lado vigilante de que ninguno de los pequeños se perdiera. Para una niña de mi edad, ir en metro era una aventura. Siempre que por alguna razón iba al centro de la ciudad  me parecía vivir uno de esos hermosos  viajes en tren que conocía por los libros, llenos de misterio, con paisajes maravillosos y gente distinguida que se dirigía a ciudades lejanas.

—Mamá, ¿cuántas estaciones hay hasta los almacenes?

—Doce, hija, pero no te preocupes, que no tardaremos mucho. Ya sé que estás deseosa de llegar.

El trayecto fue muy entretenido. El vagón iba repleto de gente y al principio tuve miedo de perderme entre la multitud, pero mi madre me agarró fuertemente la mano. ¡Qué suave era su tacto y cuánto me gustaba esa sensación! En la tercera estación subió un señor con una gaita de la que decía que salían notas mágicas. Era  muy dulce la música que sonaba,  aunque a mi lado iba una señora muy pintada que de tanto en cuanto nos miraba como para decirnos algo. No debía ser muy agradable  lo que pensaba del pobre hombre, porque tenía cara de estar muy enfadada.

Por fin llegamos a nuestro destino. Era la segunda vez que acudía a esos almacenes.  El escaparate estaba lleno de ropa colorida y veraniega.  Había camisas, pantalones, bañadores, toallas, zapatillas de playa, sombreros… ¡hasta habían colocado para adornarlo cubos, palas y flotadores! Yo no perdía ojo de nada y miraba extasiada los maniquís.

—Mira, mamá, ¡qué vestido tan bonito lleva! Y me gustan mucho el gorro y las zapatillas y los collares y…

Mi madre sonreía al verme tan maravillada. La verdad es que todo aquello era algo nuevo para mí y no podía compararse, en absoluto, con las tiendas de barrio a las que solíamos  ir a comprar la ropa para la familia.

Llegamos a la cuarta planta, a la sección de uniformes. ¡Había tantas y tantas cosas…! Yo miraba las falditas plisadas y los polos a juego. Eran como los de las revistas viejas que le daban a  mamá en la peluquería a la que iba muy de vez en cuando. Una dependienta sonriente y amable nos atendió de buen grado. Mi madre le pidió el uniforme que debíamos comprar. Recuerdo que yo estaba muy nerviosa y calladita. La señorita me miró y le dijo a mi madre:

—Una talla 8 más o menos. —Eso no me gustó.  ¡Ah, no, de talla 8 nada! Yo era la mayor de mis hermanos y  sin pensarlo un minuto se lo solté.

—No, no, qué va, yo tengo ya diez años. Mi hermana Lucía es la que tiene ocho y hemos venido a comprar el uniforme mi mamá y yo porque he tenido muy buenas notas y los profesores me han regalado un viaje a un sitio que está muy lejos, a muchas horas en tren. Es que nosotros somos pobres ¿sabe? Y voy a ir a un colegio de niñas ricas a pasar dos semanas, a una colonia de verano… Y mi mamá y yo hemos venido solas a comprar mucha ropa, de esa que sale en las revistas. Y toda  para mí.

¡Uf! Me salió de carrerilla y por poco me asfixio de hablar tan deprisa. A la dependienta casi le dio un ataque de risa, imagino que porque no estaba acostumbrada de ver tal despliegue de felicidad en la cara de una niña. Mi madre se ruborizó (al menos me pareció ver de reojo que tenía las mejillas encendidas) e intentó quitar hierro al asunto.

Al ratito la gentil señorita regresó con todo el equipo: una falda y un pantalón corto azul marino, dos camisas de manga corta blancas, dos jerseys de rayas azules y blancas, una chaqueta de lana azul marino y dos pares de zapatillas de tela.

—Mamá, ¿todo eso es para mí? —le pregunté con un hilo de voz. No sabía si llorar o gritar o darle besos a la dependienta y a mi madre a la vez.  En ese momento, se pusieron las dos a reír al unísono. Mi madre trató de disculparse, pero las palabras no le salían.

Cuando acabamos las compras, nos fuimos a tomar unas porras con chocolate a un bar cercano. Tantas emociones habían despertado un apetito feroz en mí. ¡Qué ricas estaban!, las mejores que había probado nunca, a pesar de que, cada domingo, era el desayuno con el que mi padre nos despertaba. Pero esas eran especiales. Eran para nosotras, no había que compartirlas con nadie.

Recuerdo con nostalgia las palabras que le dije a mi madre.

—Mamá ¿sabes una cosa?, estoy muy contenta, pero no  por toda esa ropa tan bonita que me has comprado, sino porque hoy estamos tú y yo solas. Eres otra mamá. No sé cómo explicártelo, pero me gusta mucho que me cojas la mano, porque normalmente no es así. Ya sé que soy la mayor y que Lucía o Luis o María te necesitan más, pero es que me gusta tanto que me quieras sólo a mí… 

Ella me acarició la mejilla con dulzura y me abrazó cálidamente. Aún hoy pienso que ese día fue el más maravilloso que viví en muchos años.

De mi infancia tengo recuerdos de sabores, de los platos que muy de tarde en tarde me preparaba mi madre. Exquisitos, maravillosos. El próximo día dejaré una receta de carne rellena que nunca he conseguido superar.